Supersticiosamente, siempre he atribuido una gran importancia a la primera lectura de un año, como si esta fuera a marcar el tono de lectura del resto, y evito al máximo que uno nuevo me agarre con un libro a medias. Para no errar, este 2019 fui a la segura y empecé con Lamiel, una de las pocas obras de Stendhal que no había leído. No hay pierde: Beyle nunca me decepciona; a las pocas páginas ya estaba yo inmerso en plena bonheur leedora.
Lamiel fue la última, e inacabada, tentativa novelística de Stendhal, antes de caer fulminado por una apoplejía en una calle de París el 23 de marzo de 1842. Es la primera de sus novelas en la que el protagonismo recae enteramente en una mujer, y una mujer muy distinta a la que los lectores de la época estaban acostumbrados. Lamiel, gran alma plena de esprit, es una hermosa adolescente resuelta a conocer el mundo por sí misma y que, como todos los héroes stendhalianos, busca la felicidad y aborrece el ennui. Intrigada por el prestigio del amor, se liga y luego le paga a un joven campesino para que le enseñe. Terminada la lección en medio del bosque, stendhalianamente (porque la realidad siempre se queda corta respecto a la expectativa, se trate del amor, la guerra o París), Lamiel se pregunta: “¿Cómo? ¿El amor no era más que esto?”. Luego se enamora de ella un joven duque: valiente, honorable y aburridísimo; Lamiel lo planta luego de haberse fugado con él y se marcha sola a París. Allí conoce a un conde decadente (mucho más interesante, claro): libertino, borracho, derrochador. Comienza entonces un nuevo aprendizaje. Desgraciadamente, la novela se interrumpe poco después y ya no sabemos qué será de Lamiel, aunque al parecer existía el plan de hacerla enredarse con un asaltante de caminos.
No se crea que todo es aventuras amorosas, aunque Lamiel intuye, desde luego, que el amor puede ser gran fuente de felicidad. La otra, es la lectura, pues Lamiel, cómo no, es una leedora irredenta. Como su hermano, Julien Sorel, vive en un ambiente familiar ignorante y mediocre que desprecia los libros y se ve obligada a esconder su pasión. El primer libro que la cautiva es la Historia de los cuatro hijos de Aymon, antigua chanson medieval; después, la Eneida, sobre todo, claro, el canto de los amores de Dido y Eneas; luego, una historia de bandidos, el Gran Mandrin. Es precisamente la lectura, como el latín en el caso de Julien, el medio para escapar del opresivo y fanático ambiente familiar. Una dama noble de la región, la duquesa de Miossens, impedida para leer por su cuenta, la contrata para que le lea en voz alta. Lamiel, entonces, se vuelve lectora profesional. La duquesa es piadosa y prohíbe a la joven ciertos libros, pero, apenas tiene oportunidad, se sumerge en ellos: Voltaire, la correspondencia de Grimm y el Gil Blas, su favorito.
Lamiel, pues, es una devoradora de libros, pero es todo lo contrario del ratón de biblioteca, que huye del tumulto del mundo. Su voracidad por los libros corre pareja a su voracidad por la vida y la experiencia, representada sobre todo por el amor. Como en el caso de Stendhal, de todo verdadero leedor, vida y lectura están fundidas en una sola y poderosa corriente.